El lenguaje inclusivo se ha convertido en uno de los temas más discutidos en las últimas décadas, especialmente en el contexto de los debates sobre género, identidad y representatividad. En esencia, propone modificar ciertas estructuras del idioma —especialmente las relacionadas con el género— para incluir identidades tradicionalmente invisibilizadas. Sin embargo, detrás de esta propuesta aparentemente progresista, surgen dudas legítimas sobre sus impactos lingüísticos, sociales e incluso democráticos.
En lenguas como español y portugués, que tienen una marcada distinción de género gramatical, la cuestión es particularmente compleja. Términos como “amigos” o “profesores” se utilizan tradicionalmente en masculino para referirse a grupos mixtos, una convención lingüística antigua, codificada por la norma culta y enseñada en las escuelas durante generaciones. Aun así, hay quienes defienden el uso de formas como “amigues”, “todxs” o “todes” para romper con esa supuesta neutralidad masculina.
La motivación detrás de estos cambios es comprensible: existe un esfuerzo por hacer el lenguaje más representativo y respetuoso hacia personas que no se identifican con los géneros tradicionales. Sin embargo, el intento de alterar todo un sistema lingüístico plantea interrogantes importantes.
En primer lugar, está el problema de la inteligibilidad. Formas como “todes” no existen oficialmente en el idioma español, lo que genera extrañeza, especialmente en contextos donde la claridad comunicativa es esencial —como la enseñanza, el ámbito jurídico o la administración pública—. En segundo lugar, existe el riesgo de elitización del discurso: gran parte de la población alfabetizada simplemente no conoce ni entiende estas nuevas formas, lo que puede crear barreras innecesarias entre distintos grupos sociales.
Otro punto delicado es el de la imposición. Algunas personas ven con preocupación la exigencia, explícita o implícita, de que todos adopten estas nuevas estructuras para evitar ser acusados de discriminación. El lenguaje, al fin y al cabo, es un patrimonio colectivo —y moldearlo exclusivamente según las preferencias de una minoría, por muy bien intencionadas que sean, puede parecer autoritario.
Esto no significa que el debate deba ignorarse. Hay espacio legítimo para que instituciones e individuos experimenten con formas más inclusivas de comunicación. El problema aparece cuando una propuesta se transforma en norma, desconsiderando la historia, la estructura y la función comunicativa del idioma.
Para intérpretes y traductores, el lenguaje inclusivo representa un desafío práctico. Términos neutros como “todes” a menudo no tienen un equivalente claro en otros idiomas, lo que dificulta la fidelidad y fluidez de la traducción. En interpretación simultánea, esto puede generar confusión o retrasos y obliga a tomar decisiones rápidas que no siempre son bien recibidas.
Además, el uso del lenguaje neutro plantea obstáculos adicionales en sistemas de comunicación adaptados como la lengua de señas y el braille. En la lengua de señas, por ejemplo, muchas construcciones neutras no tienen traducción directa o requieren explicaciones más largas, lo que ralentiza la comunicación. En el braille, el aumento de caracteres con nuevas terminaciones puede dificultar la lectura fluida para personas con discapacidad visual. Es importante considerar que estos grupos ya enfrentan barreras cotidianas para la inclusión social, y añadir complejidad al lenguaje sin una adaptación clara puede terminar excluyéndolos aún más, en lugar de integrarlos.
En resumen, el lenguaje inclusivo plantea cuestiones relevantes y merece un debate abierto. Pero dicho debate debe hacerse con equilibrio: entre el respeto a las minorías y la libertad lingüística de la mayoría, entre el deseo de inclusión y los límites de la claridad. Forzar cambios profundos en un idioma complejo puede generar más ruido que diálogo —y en el lenguaje, el entendimiento debe ser siempre la prioridad.